Son las ocho de la mañana. Hay dos viejos en la parada del autobús, uno es Indómito Valiente y el otro Gregario Dociliano.
Indómito viene de un club de fornicar con una brasileña de tetas grandes y culo enorme. Gregario madruga para ir al cementerio a ponerle flores a su difunta señora. Los dos viven solos, aun son capaces, aunque pasen de los setenta. Indómito es extrovertido, dicharachero y mujeriego, dice él que desde que se le empezó a empinar la picha. Nunca llegó a casarse, aunque a alguna despechada dama plantó casi al borde del altar. Es un antiguo rebelde, un agnóstico radical, no acepta normas parroquiales, por lo que no va a misa. Al contrario que Gregario que va dos veces al día; por la mañana, a la de 11:30 y por la tarde a la de 7:30, y comulga las dos veces y se confiesa un día sí y otro no. Piensa que un hombre es incapaz de estar sin pecar mas de 24 horas; y por pecar se entiende incumplir cualquiera de los mandamientos de la ley de Dios o alguno de los miles de preceptos que la madre iglesia ha proclamado y proclama a través de los curas de las parroquias desde tiempos inmemoriales.
A simple vista, se pensaría que lo único que comparten éstos dos hombres son las arrugas de la piel y una miserable paga de jubilado. Pero un examen más profundo revelaría muchas semejanzas, también muchas carencias y muchas desigualdades compartidas por éstos dos ancianos y por otros tantos viejos de estas sociedades modernas y sin propósito que hemos creado.
Buenos días, dijo Gregario haciendo gala de su buena educación para con la ciudadanía cuando Indómito llegó a la parada y se disponía a sentarse.
Aunque era de noche aun, Indómito le miro por encima de las gafas de sol graduadas que siempre llevaba puestas, ya fuera de día o de noche, estuviera dentro o fuera de los sitios. Indómito solo se quitaba las gafas para dormir y para fornicar, y para esto último argüía que era por miedo a que se le pudieran partir entre las piernas de una fulana mientras le hacía ‘eso’ con la lengua, sí ‘eso’, lo que están pensando.
Buenos días abuelo, respondió Indómito con una gran sonrisa que dejaba al descubierto su brillante dentadura postiza mientras se sentaba.
Hombre, usted no es mucho mas joven que yo, señor, dijo Gregario, un poco sobresaltado por las confianzas tomadas sin permiso.
Mira tronco, dijo Indómito señalando al cielo, no me llames señor, que el señor es el que está ahí arriba, yo soy muy joven, lo que pasa es que las apariencias te engañan. Aquí donde me ves está el abuelo mas joven del mundo, aunque atrapado en un cuerpo de viejo. Si no fuese por la viagrilla no podría mi colilla calentarse dentro de las vajinillas.
Y dicho esto, Indómito soltó una carcajada que estalló en la madrugada como la punta del látigo en la espalda del fustigado.
Gregario se quedó petrificado por la respuesta, por qué no decirlo, también algo asustado. No conocía de nada a aquél viejo mal educado que se acababa de sentar a su lado.
No se asuste hombre, dijo Indómito en tono tranquilizador, es que hoy vengo un poco chispado del puticlub y estoy muy contento porque he echado dos polvetes por el precio de uno.
Como para no estar contento, pensaría otro, no así Gregario, que cada vez se escandalizaba más, incluso en éstos tiempos en que ya nadie parece escandalizarse por casi nada.
Se preguntaba quién sería éste señor tan descarado, tan pecador, tan malo, que andaba por ahí fornicando con mujeres licenciosas y se jactaba de ello delante de los desconocidos, y a su edad, ¡Señor!.
Con lo poco que gano de pensión, continuó Indómito ante el silencio del interlocutor, solo puedo permitirme ir a desahogar el miembro dos veces al mes, así que éste mes voy a meterla tres veces. Qué le parece, abuelete, concluyó Indómito sonriendo. Y acto seguido los artificiales dietes volvieron a brillar.
Y en verdad os digo que Gregario era y parecía un abuelete; pantalones oscuros de pana gorda, de los que abrigan mucho; camiseta interior de algodón, de color blanca; camisa a cuadros, abotonada hasta el último ojal; rebeca de punto gris y una chaqueta, también de pana oscura.
En contraposición al estilo de Indómito que vestía y peinaba cual Mario Conde, con su traje de corte inglés, su camisa con gemelos en los puños, sus lustrosos zapatos negros de cordones y cinco ojales y su abrigo largo, que siempre llevaba a cuello alzado. De mayor no dejó de ser el ‘Dandi’ que tuvo que haber sido de joven, elegante, presumido y coqueto, pero ahora las arrugas aportaban algo añejo al cuadro, algo que parecía estar fuera de lugar para la mente tradicional, estrecha, de Gregario Dociliano.
Indómito pasó el brazo por el hombro de Gregario y con voz suave y sincera le dijo en un tono más calmado, Las arrugas del alma son las que nos hacen viejos, abuelete, ya lo dijo aquel profeta al que después colgaron por bocazas, Sed como niños, y yo, lo único que hago es eso, ser como un niño, además, le digo como decía Picaso, cuando me dicen que soy viejo para hacer algo, procuro hacerlo echando leches.
Gregario escuchaba atento a aquél hombre tan particular que la causalidad había sentado a su lado una mañana cualquiera. No todo lo que decía carecía de verdad, por lo menos sabía citas de Jesucristo y de Picaso.
La vejez, querido abuelo, continuó Indómito, no significa más que dejar de sufrir por el pasado y vivir la vida sin ataduras, es el premio de la vejez. No podemos permanecer impávidos, anclados en la excusa de la edad, sentados en la vejez, mirando al vacío y esperando que nos llegue la muerte, y que nos coja en casa solos, sentados en el sofá después de cenar, con los gatos acurrucados en nuestro regazo, viendo un culebrón en la televisión y con los platos aun sin fregar.
Gregario no sabía que contestar a Indómito, sólo deseaba que el autobús llegase lo antes posible para volver a estar a solas con su amarga soledad. Con el ramo de flores en el regazo, le miraba de soslayo y no sabía que pensar de él. Le veía muy contento, realizado, parecía que no se arrepentía de nada de lo que decía o hacía; y decía cosas que el cura de su parroquia jamás le había contado.
Gregario entonces volvió la mirada hacia sí mismo. Se vio allí, sentado en aquella parada, con sus pintas de típico abuelo; con sus gestos de abuelo típico; con sus pensamientos de viejo; con la melancolía que no logran arrancarse de las entrañas los ancianos que no han aprendido nada de la vida; con la estéril nostalgia de los seres amados y perdidos a cuestas; con la incertidumbre de la muerte a cada paso, tras cada esquina; con esa mochila llena y pesada que acarreaba en las espaldas de su larga y gastada vida. Ser viejo es como estar en una bomba sentado, pensó al fin, puede estallar en cualquier momento y mandarnos al otro barrio.
Se vio mal, una angustia le recorrió la espalda, su existencia acababa de ser puesta a la luz de una existencia más intensa que la suya, seria y gris a todas luces, y lo que le mostró la visión fueron sus entrañas contraídas, apretadas en un retortijón que le dolía. Gregario recordó su último cumpleaños, sólo en su pequeño piso lleno de recuerdos y fotografías de tiempos pasados; tiempos pasados que él creía mejores, pero que en realidad no eran mejores, si no diferentes. Ese día compró una tarta pequeña con setenta y tres velas. Cuando las pinchó en la tarta y según las iba encendiendo más le parecía aquello un desfile de antorchas y no pudo evitar pensar en campanas doblando y en un agujero en el suelo susurrándole, Ven aquí.
En ese momento llegó el autobús. Gregario se levantó y miró a su lado. Indómito estaba allí, mirándole, con esa sonrisa artificial que solo las dentaduras postizas consiguen. Indómito levantó la mano para saludar a Gregario, Buen viaje al cementerio, abuelete, le dijo, siempre sonriendo. Y el brillo de la dentadura deslumbró a Gregario.
Justo en ese momento el conductor del autobús hizo sonar el claxon, una vez. Gregario se frotó los ojos y subió al vehículo. Buenos días, a dónde va, le preguntó el conductor, Al aeropuerto, respondió Gregario, Qué tal se presenta el día, volvió a preguntar el conductor mientras le extendía el billete junto con las monedas de las vueltas, Hoy va a ser un día de puta madre ¡tronco!, respondió Gregario acompañando las palabras con un gesto obsceno, el de los brazos extendidos subiendo y bajando hasta las caderas. Y dicho esto, Gregario soltó una carcajada que estalló en la madrugada como la punta del látigo en la espalda del fustigado.