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Lúcida-mente.

Mórtimer estaba con Claudia, pero algo no iba bien. Cuando le quitó el sujetador vio que sus pechos habían desaparecido y, en su lugar, solo había unos pezones arrugados, como pellejos que colgaban. Mórtimer sabía que Claudia tenía dos tetas grandes, que se había operado, por eso le resultó raro.

De pronto miró a su alrededor y ya no estaban solo los dos, estaban en la calle de su barrio, desnudos y a la vista de todos, intentando follar. Claudia le pedía que se la metiera, pero cuando fue a introducir el pene en su vagina, Claudia se empezó a desinflar como un globo que no está del todo bien atado.

Mórtimer se percató de que la gente que pasaba no les prestaba atención, y de que los edificios de su calle eran los edificios de otras ciudades en las que había estado en otros tiempos. Entonces cayó en la cuenta de que estaba soñando y, en ese mismo instante, sufrió una sacudida, como si todo ese mundo onírico explosionase de golpe dentro de él.

Miró a Claudia y esta seguía desinflándose. La cogió y notó que no pesaba. Tuvo un sentimiento extraño, tal vez por no habérsela podido follar, o por verla allí como un pingajo, pero pronto pasó. Decidió llevarla consigo por el sueño y comenzó a moverse, sin andar, con ella en brazos.

Mientras se movían por las calles del sueño Claudia empezó a desaparecer poco a poco, comenzando por los pies. Mórtimer la observó detenidamente. Su cara, ya transparente, mostraba un gesto agónico, una mueca de dolor, y entonces desapareció por completo.

Mórtimer no sintió dolor ni pena, para él todo estaba bien, solo observaba y continuó moviéndose a través de un laberinto de calles, cada vez mas oscuras.

En un momento dado comenzó a moverse cuesta abajo hasta que llegó a una especie de polígono oscuro y sucio, donde había muchos perros grandes de presa. Mórtimer se fijó en los colmillos de uno de ellos y sintió que debía meterle el brazo en la boca. Sabía que estaba soñando y lo hizo. El perro no mordió y Mórtimer le acarició la cabeza.

Justo en ese instante abrió los ojos y apareció en la cama de su casa. Era consciente de todo lo que había pasado, recordaba todo con diáfana nitidez. Le jodió no haber seguido más tiempo en el sueño, pero estaba contento con lo que había experimentado. Fue raro de cojones, se dijo. Dio media vuelta y se quedó inconscientemente dormido.

Historias de piratas.

-Oye ZetaPeo, he choriceao unas acciones de una compañía de seguridad que se llama Porsetú y necesito ganá pasta con ella yamismo, que está mu jodia y por eso ma costao tan barata, qué podíamo hacé?

-Pos mira Jose Mari, nos inventamos una historia ahora mismo que pa qué.

-Questás pensando japuta?, que te conozco y se que tú las lías que te cagas.

-Pos mira otra vez. Se me ocurre una movida en éste momento que te va a cagá. Por algo he llegao yo a donde he llegao, y soy quien soy.

-Dí, venga.

-Pues llamamos a nuestros colegas de Londre…

-Los mafiosos que te cagas?

-Esos; les decimo que llamen a unos cuantos terroristas a sueldo, de esos que tienen ellos en la nómina escondía, que sean de muy lejos, de la otra parte de Africa, que de cuanto más lejos menos sospechas.


-Claro, los paletos no se piensan que tengamos los brazos tan largos.

-Si, nos subestiman demasiaó, no saben que con la globalización y el nuevo ordeño mundial, ahora estamos to dios conchavaos.

-Que tontos, es que les pones el furbo y los programas de la farándula, les das de postre dos telediarios adulteraos y van que se matan con su ilusion de to los dias.

-No subestimes nunca al enemigo JM. Bueno que nos alejamos del tema.

-Sigue, sigue.

-Te decia, cabrón, que siempre mestás cortando, que mandamos a los terroristas…

-Pero no los mandaban los coleguitas de Londre?.

-Vamo a vé, en primera instancia somos nosotros los que los mandamos, que no tenteras.

-Y nosotros no tenemos nuestros propios terrorit-tas a sueldo?

-Si, joder, pero los nuestros se los dejamos a otros coleguita, pa que ellos tambien puedan despistar más al enemigo.

-Vale, ya entiendo.

-Al final no acabo. Digo que mandamos a los terroristas a traves de los colega de Londre y les decimos que aborden un barco o dos…

-Militare??.


-No burro, de pesca, a punta de metralleta, y que negocien unos milloncetes pa liberá a los pescaores, luego despues, nosotros pagamo el rescate a nuestros colega de Londre, ellos se encargan de pagá a los terroristas, que pa eso son suyos, y despué nosotros ya tenemo una escusita pa hacé una ley que nos permita, «legalmente» claro, poné un monton de vigilante armao hasta lo diente en cada barco con la excusa de moda, el terroritmo, y así ganas tu porque te nombro empresa oficial con membrete y tó, y gana mi primo que tiene una empresa de metralletas y chalecos salvavidas.

-Ere un genio, tío, cada día me dejas mas flipao.

-Ya lo sé, por eso estoy donde estoy y soy lo que soy.

El bujarrón de Toledo.

El bujarrón de Toledo era sodomita, homosexual, marica y maricón, y no me importa que las asociaciones de gays y lesbianas se escandalicen y se tiren de los pelos y me tachen de nada, mas que de aplicar el castellano como me sale de los cojones, que para eso hay libre expresión, para que cada uno se desahogue como le plazca. Como decía, el bujarrón de Toledo era, además de lo dicho, sacerdote y confesor. Podría haber sido banderillero toledano en Cádiz, pero se arriesgaba a que le hiciesen rimas malsonantes del tipo: ‘Banderillero toledano, bujarrón y enano’, porque lo de bujarrón no se lo quitaría nunca, ni de banderillero ni de cura; o rimas de éste otro tipo: ‘Toledano, las banderillas te las metes por el ano’, en el caso de no haber completado una buena faena esa tarde en la plaza, todo cabe.
El bujarra comenzó sus andaduras incluso antes de que se le pusiera dura, se le venía venir desde chico, como a un yonki que se te acerca, que sabes exactamente que te va a preguntar ‘¿Hey, tronko… me dejas un pavito pal metro?’, pues al bujarra ya se le notaba lo que le iba a ir, más bien todo lo que le iba a llegar a entrar por detrás.
De familia pobre, la primera bicicleta que tuvo no tuvo jamás un sillín, casi parece que está dicho todo, pero faltaríamos a la verdad y éste relato sería muy soso si no añadimos que se la encontró tirada en la basura, con las ruedas pinchadas y la cadena oxidada, y que sacó para parches poniendo el culo después de las clases, y aceitó la cadena con la vaselina que le sobraba de los trabajos extra escolares, que para el 3 en 1 no había, y del sillín, ya lo mencionamos, ni se preocupó. Nunca se le sacó tanto jugo y disfrute a una bicicleta. El disfrute lo puede sacar cualquiera, los jugos sólo los que montan sin sillín. Así comenzó a disfrutar del deporte del pedaleo y se introdujo en los placeres traseros. Incrementó su gusto por el deporte y el agujero del trasero cuando le regalaron una raqueta para los Reyes Magos, cuando ya no creía en ellos. Lo que más le gustó del regalo fue el mango encintado de la raqueta, y lo que menos, el tenis.

El bujarrón de Toledo ingresó en el seminario cuando el ramalazo ya era imposible de ocultar. Sus padres, temiendo el ‘qué dirán’, decidieron que lo mejor para él sería la vocación sacerdotal. En esa época muchos maricones amanerados se metían a cura para que no los detuvieran por desviados, y porque vestir sotana era como llevar un vestido; y eso les encanta, digo yo, por lo menos al bujarrón de Toledo le gustaba el rollo ese.
Había leyes, no siempre escritas, que condenaban, y aún hoy lo hacen, la homosexualidad, y era verdaderamente peligroso que te cogieran con el culo al aire. Por eso no nos coge de sorpresa cuando escuchamos en las noticias que tal o cual cura, obispo o cardenal han sido pillados en actos impuros, con menores o con mayores, de igual o distinto sexo, del gremio o de la competencia, y con los pantalones bajados. Eso es ‘causalidad’. Sabemos que si llenamos una habitación de escorpiones, más tarde o más temprano, acabarán picándonos, y envenenándonos.
El bujarrón era muy homosexual, pero no era gilipollas, aunque siempre se hiciera el tonto. Sabía que la sotana era el mejor escondite para que los depredadores no le descubriesen, pero también sabía que la sotana era un puesto de caza bien camuflado y oculto, desde donde poder acechar víctimas inocentes. El lobo, de pastor travestido, se paseaba entre el rebaño seleccionando lo que había que comerse. Nunca los lobos tuvieron tal abundancia, un Maná divino, llegado del cielo a fuerza de rezos y penitencias. Por eso no le costó nada al bujarrón de Toledo tomar los hábitos. De hecho allí pudo conocer a muchos otros como él, ¡Somos legión!, se dirán triunfantes unos a otros en el más absoluto anonimato, No vaya a ser que nos pillen y nos echen a la hoguera vivos, desnudos, como hacían con las brujas, como tenían que haber hecho con Torquemada, y con los Papas, que prohiben todo lo que más nos gusta…
Al bujarrón jamás le pillaron in fraganti, en pleno acto del acto ‘sodomitae’, es jerga clerical. De cara a la galería supo crearse una careta de inmaculada perfección, muchos feligreses veían en él un ejemplo y pensaban que altos cargos y nobles destinos aguardaban a éste bujarrón irremediable. Sin remedio se equivocarían todos, aunque ellos jamás lo sabrán.
Nadie se llega a enterar nunca de la verdad de lo que ocurre de puertas adentro. La institución de la Iglesia siempre ha sabido callar y esconder lo que no interesa a sus intereses mundanos que se sepa; intereses siempre dudosos.
Todo son conjeturas, divagaciones, falsas opiniones, como lo son todas. Todo está envuelto por un halo misterioso, hay mucho secretismo, murmullos al oído, conjuras tras conjuras hasta la culminación del astuto plan. Por eso los depravados, los retorcidos, pueden llegar lejos, tan alto en el escalafón. Están acostumbrados a mentir y a engañar, es el pan de cada día. Los escándalos no benefician a nadie. Siempre hay una forma de arreglar las cosas que beneficie a ambas partes, o a más partes si fue orgía desenfrenada, bacanales romanas, al fin y al cabo.
Amén.

El cangrejo de los huevos.

Lucas siempre fue un podenco, corto de mente y de huesos, tenía menos testosterona que mi maestra de música, y que le vamos a hacer si no todas las naranjas son dulces y jugosas, de esas que la piel no cuesta quitarla, que con los dedos sale casi sin esfuerzo, como el detergente de la ropa elimina las manchas más incrustadas e incluso la de los crustáceos más incrustados, esos que suelen quedar pegados a la ropa tras una batalla de marisco. Había que vernos allí, todos uniformados, compuestitos con nuestros cascos y nuestras rodilleras, en la cara nos poníamos las gafas de buzo para evitar saltarnos los ojos con las pinzas de los bichos que nos lanzábamos con esa furia histérica que caracteriza éste tipo de batallas gastronónico-campales, menudo cuadro, la de idioteces que habremos podido cometer al amparo de nuestra poca inteligencia y edad, ya ni me acuerdo, no se si por la edad o por falta de lo otro. Lucas nunca supo quién le metió el cangrejo, aun vivo, en los calzoncillos durante el fragor de la batalla. Pero lo que si pudo comprobar fue el dolor que se siente cuando el crustáceo se le enganchó con una de sus enormes pinzas a la bolsa escrotal, o a los huevos, o a los cojones, dígase como se quiera, a éstas alturas no nos vamos a ofender ni a asustar de unas simples palabras que lo único que hacen las pobres es describir los acontecimientos con un poco de salero español. Otros lectores de otras latitudes agradecerán también descubrir el léxico que tenemos los de acá cuando escribimos en bata de andar por casa. Queda dicho. El día que el cangrejo asaltó el escroto de Lucas un tal Tejero asaltaba el Parlamento, pipa en mano, para derrocar al Gobierno. Son coincidencias, casualidades de la vida. Lucas jamás olvidaría aquel 23 de Febrero, se tiró todo el santo día con los cojones inflamados, como, supongo yo, se lo pasó el tal Tejero. Porque para dar un golpe de estado hay que tener los cojones muy hinchados, muy grandes y muy gordos, no como el Lucas, que hay que ser muy estúpido para dejarse pillar los huevos por un cangrejo, aunque sea de río, si es que éstos punzasen con menor ímpetu y presión que sus parientes marítimos, cosa que desconocemos, como tantas otras. Si algún ávido lector conociese de primera mano, o supiese por referencias de terceros de algún estudio serio que comparase los distintos tipos de pinzamientos entre especies de cangrejos, por favor, háganmelo saber, pues todo conocimiento es poco y ningún conocimiento es inútil, no como el Lucas, que a inútil no le gana nadie. El día que el cangrejo le pilló los cojones, son maneras de decir, en realidad solo le pudo pillar uno, tuvo que llevar la pinza colgando del escroto hasta que llegó al hospital, transcurridas dos horas desde el fatal desenlace, ya que no dejó que nadie le tocase el cangrejo, ni que se lo quitasen, ni siquiera dejó que nadie lo viese, faltaría más, que Lucas es gilipollas pero pudoroso de su sexo. Él mismo sujetó al cangrejo por el caparazón con una mano y con la otra la pinza que asía el huevo, entonces pegó un tirón fuerte y seco y separó la pinza del duro cuerpo del crustáceo, dejándola allí enganchada, colgando, como un pendiente, oscilando de un gran lóbulo peludo. No tuvo cojones de quitarse la pinza de los cojones de los cojones, me gustan las redundancias ovales, tuvo que ser el cirujano de urgencias el que con unas tenazas estériles retirase el arma cangregil mientras se descojonaba del Lucas de los cojones. A veces la vida es así de hija de puta, le dirá el doctor dándole dos palmaditas de ánimo en la espalda, cuando abandone el hospital, ya de noche, ¡Ah!, y no se olvide de poner los huevos a remojo, apuntillará el doctor, mostrando su sonrisa más socarrona, cuando ya Lucas se haya alejado unos metros, renqueando, pingüineando como si tuviese un caballo entre las piernas…

De lo que le ocurrió al anciano Gregario Dociliano en la parada del autobús.

Son las ocho de la mañana. Hay dos viejos en la parada del autobús, uno es Indómito Valiente y el otro Gregario Dociliano.
Indómito viene de un club de fornicar con una brasileña de tetas grandes y culo enorme. Gregario madruga para ir al cementerio a ponerle flores a su difunta señora. Los dos viven solos, aun son capaces, aunque pasen de los setenta. Indómito es extrovertido, dicharachero y mujeriego, dice él que desde que se le empezó a empinar la picha. Nunca llegó a casarse, aunque a alguna despechada dama plantó casi al borde del altar. Es un antiguo rebelde, un agnóstico radical, no acepta normas parroquiales, por lo que no va a misa. Al contrario que Gregario que va dos veces al día; por la mañana, a la de 11:30 y por la tarde a la de 7:30, y comulga las dos veces y se confiesa un día sí y otro no. Piensa que un hombre es incapaz de estar sin pecar mas de 24 horas; y por pecar se entiende incumplir cualquiera de los mandamientos de la ley de Dios o alguno de los miles de preceptos que la madre iglesia ha proclamado y proclama a través de los curas de las parroquias desde tiempos inmemoriales.

A simple vista, se pensaría que lo único que comparten éstos dos hombres son las arrugas de la piel y una miserable paga de jubilado. Pero un examen más profundo revelaría muchas semejanzas, también muchas carencias y muchas desigualdades compartidas por éstos dos ancianos y por otros tantos viejos de estas sociedades modernas y sin propósito que hemos creado.

Buenos días, dijo Gregario haciendo gala de su buena educación para con la ciudadanía cuando Indómito llegó a la parada y se disponía a sentarse.

Aunque era de noche aun, Indómito le miro por encima de las gafas de sol graduadas que siempre llevaba puestas, ya fuera de día o de noche, estuviera dentro o fuera de los sitios. Indómito solo se quitaba las gafas para dormir y para fornicar, y para esto último argüía que era por miedo a que se le pudieran partir entre las piernas de una fulana mientras le hacía ‘eso’ con la lengua, sí ‘eso’, lo que están pensando.

Buenos días abuelo, respondió Indómito con una gran sonrisa que dejaba al descubierto su brillante dentadura postiza mientras se sentaba.

Hombre, usted no es mucho mas joven que yo, señor, dijo Gregario, un poco sobresaltado por las confianzas tomadas sin permiso.

Mira tronco, dijo Indómito señalando al cielo, no me llames señor, que el señor es el que está ahí arriba, yo soy muy joven, lo que pasa es que las apariencias te engañan. Aquí donde me ves está el abuelo mas joven del mundo, aunque atrapado en un cuerpo de viejo. Si no fuese por la viagrilla no podría mi colilla calentarse dentro de las vajinillas.

Y dicho esto, Indómito soltó una carcajada que estalló en la madrugada como la punta del látigo en la espalda del fustigado.

Gregario se quedó petrificado por la respuesta, por qué no decirlo, también algo asustado. No conocía de nada a aquél viejo mal educado que se acababa de sentar a su lado.

No se asuste hombre, dijo Indómito en tono tranquilizador, es que hoy vengo un poco chispado del puticlub y estoy muy contento porque he echado dos polvetes por el precio de uno.

Como para no estar contento, pensaría otro, no así Gregario, que cada vez se escandalizaba más, incluso en éstos tiempos en que ya nadie parece escandalizarse por casi nada.
Se preguntaba quién sería éste señor tan descarado, tan pecador, tan malo, que andaba por ahí fornicando con mujeres licenciosas y se jactaba de ello delante de los desconocidos, y a su edad, ¡Señor!.

Con lo poco que gano de pensión, continuó Indómito ante el silencio del interlocutor, solo puedo permitirme ir a desahogar el miembro dos veces al mes, así que éste mes voy a meterla tres veces. Qué le parece, abuelete, concluyó Indómito sonriendo. Y acto seguido los artificiales dietes volvieron a brillar.

Y en verdad os digo que Gregario era y parecía un abuelete; pantalones oscuros de pana gorda, de los que abrigan mucho; camiseta interior de algodón, de color blanca; camisa a cuadros, abotonada hasta el último ojal; rebeca de punto gris y una chaqueta, también de pana oscura.

En contraposición al estilo de Indómito que vestía y peinaba cual Mario Conde, con su traje de corte inglés, su camisa con gemelos en los puños, sus lustrosos zapatos negros de cordones y cinco ojales y su abrigo largo, que siempre llevaba a cuello alzado. De mayor no dejó de ser el ‘Dandi’ que tuvo que haber sido de joven, elegante, presumido y coqueto, pero ahora las arrugas aportaban algo añejo al cuadro, algo que parecía estar fuera de lugar para la mente tradicional, estrecha, de Gregario Dociliano.

Indómito pasó el brazo por el hombro de Gregario y con voz suave y sincera le dijo en un tono más calmado, Las arrugas del alma son las que nos hacen viejos, abuelete, ya lo dijo aquel profeta al que después colgaron por bocazas, Sed como niños, y yo, lo único que hago es eso, ser como un niño, además, le digo como decía Picaso, cuando me dicen que soy viejo para hacer algo, procuro hacerlo echando leches.

Gregario escuchaba atento a aquél hombre tan particular que la causalidad había sentado a su lado una mañana cualquiera. No todo lo que decía carecía de verdad, por lo menos sabía citas de Jesucristo y de Picaso.

La vejez, querido abuelo, continuó Indómito, no significa más que dejar de sufrir por el pasado y vivir la vida sin ataduras, es el premio de la vejez. No podemos permanecer impávidos, anclados en la excusa de la edad, sentados en la vejez, mirando al vacío y esperando que nos llegue la muerte, y que nos coja en casa solos, sentados en el sofá después de cenar, con los gatos acurrucados en nuestro regazo, viendo un culebrón en la televisión y con los platos aun sin fregar.

Gregario no sabía que contestar a Indómito, sólo deseaba que el autobús llegase lo antes posible para volver a estar a solas con su amarga soledad. Con el ramo de flores en el regazo, le miraba de soslayo y no sabía que pensar de él. Le veía muy contento, realizado, parecía que no se arrepentía de nada de lo que decía o hacía; y decía cosas que el cura de su parroquia jamás le había contado.

Gregario entonces volvió la mirada hacia sí mismo. Se vio allí, sentado en aquella parada, con sus pintas de típico abuelo; con sus gestos de abuelo típico; con sus pensamientos de viejo; con la melancolía que no logran arrancarse de las entrañas los ancianos que no han aprendido nada de la vida; con la estéril nostalgia de los seres amados y perdidos a cuestas; con la incertidumbre de la muerte a cada paso, tras cada esquina; con esa mochila llena y pesada que acarreaba en las espaldas de su larga y gastada vida. Ser viejo es como estar en una bomba sentado, pensó al fin, puede estallar en cualquier momento y mandarnos al otro barrio.

Se vio mal, una angustia le recorrió la espalda, su existencia acababa de ser puesta a la luz de una existencia más intensa que la suya, seria y gris a todas luces, y lo que le mostró la visión fueron sus entrañas contraídas, apretadas en un retortijón que le dolía. Gregario recordó su último cumpleaños, sólo en su pequeño piso lleno de recuerdos y fotografías de tiempos pasados; tiempos pasados que él creía mejores, pero que en realidad no eran mejores, si no diferentes. Ese día compró una tarta pequeña con setenta y tres velas. Cuando las pinchó en la tarta y según las iba encendiendo más le parecía aquello un desfile de antorchas y no pudo evitar pensar en campanas doblando y en un agujero en el suelo susurrándole, Ven aquí.

En ese momento llegó el autobús. Gregario se levantó y miró a su lado. Indómito estaba allí, mirándole, con esa sonrisa artificial que solo las dentaduras postizas consiguen. Indómito levantó la mano para saludar a Gregario, Buen viaje al cementerio, abuelete, le dijo, siempre sonriendo. Y el brillo de la dentadura deslumbró a Gregario.

Justo en ese momento el conductor del autobús hizo sonar el claxon, una vez. Gregario se frotó los ojos y subió al vehículo. Buenos días, a dónde va, le preguntó el conductor, Al aeropuerto, respondió Gregario, Qué tal se presenta el día, volvió a preguntar el conductor mientras le extendía el billete junto con las monedas de las vueltas, Hoy va a ser un día de puta madre ¡tronco!, respondió Gregario acompañando las palabras con un gesto obsceno, el de los brazos extendidos subiendo y bajando hasta las caderas. Y dicho esto, Gregario soltó una carcajada que estalló en la madrugada como la punta del látigo en la espalda del fustigado.